lunes, 3 de septiembre de 2012

07:07

Él no se rinde. Él quiere seguir en el juego. Él piensa que es divertido, pero en realidad, un juego es divertido cuando todos los participantes se divierten. Y en este caso, el único que se divierte es él. Me tendrías que ver a mi, sentada en un rincón cual nena de 4 años, haciendo pucherito porque no me gusta el juego y él no quiere parar. Y comienzo a llorar. Sí, por un estúpido juego. Pero de eso se trata, de tener la suerte de llorar por cosas insignificantes y no por cosas serias. Las lágrimas me saben a un "no sé qué" pero un "no sé qué" dulce. Pero no lo puedo enfrentar. No puedo ir y decirle: "no me gusta este juego, cambialo, y no me importa si no queres jugar a otro". Creo que si hay algo que les quiero contar de mi, es que siempre me costó enfrentar las cosas. Supongo que nunca tuve los ovarios suficientes. Y entonces este juego quedará inconcluso o habrá un ganador y supongo que no seré yo.


Y ahora estoy sentada frente a la computadora, escribiendo (o por lo menos eso intento), escuchando Bob Marley, relajada. Y me acuerdo que todavía tengo un mensaje de él en el celular que no respondí y una cita inconclusa. Y ahora es cuando me pregunto: ¿Realmente quiero jugar? ¿Me sé las reglas? ¿Existen reglas?  Pero después observo mi cronograma y me doy cuenta que no hay lugar para un nombre. 

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